Ayer tuve la oportunidad de asistir a un evento que, sinceramente, me voló la cabeza. Se llevó a cabo en Ichinohe Mandaikan (一戸萬代館), un antiguo cine de la época Shōwa que todavía conserva esa atmósfera mágica de antaño. El lugar fue concebido originalmente como sala de cine, pero en años recientes la zona donde estaba la pantalla se transformó en un escenario, lo que le da hoy una versatilidad única. Frente a ese escenario, en lugar de las primeras filas de sillas tradicionales, se habían dispuesto mesas con luces cálidas que creaban un ambiente íntimo y acogedor. Todo estaba pensado para que la gente pudiera sentarse cómodamente a disfrutar de la música con un trago y algo de comer (en mi caso, un par de umeshu de 300 yenes cada uno y un hotdog con papitas fritas por 350 yenes gracias al restaurante ねまれや (D).
Desde el primer momento en que la banda arrancó me quedé boquiabierto. No había un set de micrófonos como en los conciertos modernos: únicamente el contrabajo estaba microfoneado y el trompetista usaba uno extra para narrar de vez en cuando. Ese detalle, que podría parecer menor, fue lo que cambió todo. Escuchar directamente la trompeta y el saxofón, sin intermediarios, con la acústica natural del Mandaikan abrazando cada nota, fue como un portal en el tiempo. En ese instante sentí que estaba en los años cuarenta escuchando a Charlie Parker revolucionar el bebop, o en los cincuenta viendo a Miles Davis desplegar el cool jazz.
Lo más increíble era la comunicación íntima entre los músicos. Al no tener que preocuparse por retornos o mezclas artificiales, todo dependía de su propio balance, de esa escucha mutua y ese diálogo que es la esencia del jazz. Era como si estuviéramos invitados a una conversación privada entre ellos, con la suerte de escuchar cada matiz en directo.
He tenido la fortuna de escuchar jazz en muchos escenarios de Japón: desde bares pequeñísimos como “Toshiko Akiyoshi Jazz Museum” en Morioka, pasando por bares de Tokio, hasta el gigantesco Jozenji Street Jazz Festival en Sendai. Cada experiencia tiene su encanto: Jozenji es mágico, sí, pero también puede ser abrumador por la cantidad de escenarios, el mar de gente y la acústica de la calle que depende del lugar donde te pares. En los bares más modernos, la calidad técnica está asegurada, pero siempre hay un filtro entre vos y la música.
Lo de Ichinohe fue otra cosa. Fue la intimidad en estado puro: estar sentado, cómodo, con un trago en la mano, comiendo algo sencillo pero rico, y al mismo tiempo sintiendo en carne propia el sonido crudo de los instrumentos. El Mandaikan, que nació como cine, resultó ser un espacio perfecto para este tipo de encuentro, con una acústica que parecía hecha a medida para el jazz.
Algo que también me impresionó fue el público. En general, la audiencia japonesa suele ser muy respetuosa, pero aquí se notaba una atención especial: todos escuchaban con verdadera concentración, aunque muchos quizás no entendieran del todo la lógica del jazz o su improvisación. Ese silencio lleno de expectativa, ese respeto colectivo, hicieron que la experiencia se elevara todavía más.
Ya conocía el Mandaikan de antes, pero este fue mi primer evento 100% musical en ese espacio. Y puedo decirlo con certeza: el lugar da la talla. Iba con la emoción de ver cómo sonaba un concierto allí, pero lo que viví superó cualquier expectativa. Fue mucho más íntimo, más intenso y más auténtico de lo que imaginaba.
Y aquí quiero detenerme un poco, porque creo que este evento tiene un valor más allá del disfrute personal. Desde que vivo en Tohoku he visto cómo los eventos musicales están en pleno crecimiento. El Chaguchagu Rock Festival, que hoy es el más grande de Iwate, apenas tiene dos o tres ediciones. En Morioka o Hachinohe hay conciertos, sí, pero muchas veces se trata de bandas medianas o pequeñas. Sin embargo, la música japonesa está viviendo un momento global: plataformas como The First Take (el “Tiny Desk” japonés) ya ponen subtítulos en inglés y hasta en español, con músicos latinos participando. Eso demuestra la relevancia cultural enorme que Japón está teniendo y cómo la música es un puente con el mundo.
Que en este contexto haya eventos de jazz en Ichinohe, en un espacio histórico como el Mandaikan, no es un detalle menor. Para mí es una señal de revitalización brutal, un recordatorio de que la cultura y la música en vivo pueden darle nueva vida a las comunidades locales. Ojalá se sigan haciendo más conciertos así, porque este lugar tiene una acústica mágica que merece ser aprovechada.
Puedo decirlo sin rodeos: este evento fue una verdadera joya. No fue solo un concierto, fue una experiencia completa, una noche mágica que unió historia, música, comunidad y placer en cada detalle. Si alguna vez tienen la oportunidad de asistir, no lo piensen dos veces. Vayan, vivan la experiencia, dejen que el jazz los envuelva. Les aseguro que no lo olvidarán.