Hoy es lunes, el día después del festival de Ichinohe. Después del trabajo, salí a las calles en busca del último aroma, del último rastro vivo que quedara de la celebración. Pero me entristeció no encontrar nada.
De nuevo, las calles estaban vacías, y solo los autos transitaban. De nuevo, las casas que aquel fin de semana estuvieron abiertas, llenas de colores, aromas y sonrisas, volvían a ser fachadas grises con persianas cerradas.
Si alguien preguntara a los últimos kamakiri (mantis) o a los últimos kemushi (orugas peludas) que deambulan por los senderos hoy, ninguno podría confirmar que aquí hubo alegría y fiesta durante tres días. Todo lo que estuvo lleno de color, música, danza y vida, ayer se ordenó y desapareció.
Y duele, porque el festival se esfumó incluso más rápido que los sakura en plena floración: flores que apenas duran una semana, aunque sus pétalos aún puedan perseguirse en el suelo por tres días más.
Y, sin embargo, a las 7:30 de la tarde, todavía escucho el sonido de las flautas en mis oídos, como si en algún lugar cercano alguien todavía tocara taiko y fue. El cuerpo recuerda lo que la ciudad ya ha escondido.
Me cuesta comprender la rapidez con la que los habitantes de Ichinohe organizan y deshacen lo que fue uno de los grandes acontecimientos del año. Quizás sea porque soy colombiano, y la melancolía latinoamericana no nos permite soltar tan fácilmente lo que alguna vez nos hizo felices: los encuentros, las miradas, las palabras, los recuerdos.
Por eso, incluso en marzo, aún se ven luces de Navidad encendidas, guirnaldas de cumpleaños olvidadas, y en diciembre todavía se encuentran rastros de Halloween. Como si nos negáramos a dejar ir lo bueno.
Tal vez aquí, en Japón, las estaciones marcan el ritmo de la vida tan profundamente que todo fluye con un orden preciso. Las estaciones les han enseñado que nada puede detener el tiempo. Incluso los kamakiri enseñan esta lección: en verano son verdes, ahora en otoño se vuelven marrones, un pequeño ejército preparándose para sus últimos días. Pequeños, sí, pero enfrentan el mundo con valentía. En ellos me veo a mí mismo: llegué aquí sin dominar por completo el idioma, y aun así me atreví a vivir, a pertenecer, a seguir adelante a pesar de mi tamaño y mis límites.
Y así como las tiendas muestran cuadros y fotografías de años anteriores, yo también espero conservar en mi memoria, en mis fotos y videos, lo que sentí durante este festival. Porque, por primera vez desde que vivo aquí, sentí que pertenecía a algo, que pertenecía a Ichinohe, a este lugar a 13,730 kilómetros de donde nací.
Sentí que mis esfuerzos, al fin, me dieron la certeza de que estar aquí está bien, y que mi misión y mis habilidades pueden ser realmente valiosas para Ichinohe, para Japón, incluso si las estaciones y el paso del tiempo se llevan todo, temporada tras temporada, grado a grado.
Lo efímero, sin memoria, se convierte en sombra. Y en esa sombra, el único testigo es el diablo.